Da la impresión que the lasta dance ’ (El último baile), la serie sobre los gloriosos Chicago Bulls de Michael Jordan que ganaron seis anillos de la NBA ha caído como una auténtica bomba de relojería entre los defensores más radicales de ese buenismo que a veces parece invadir esta sociedad moderna. Más de veinte años después del canto del cisne de uno de los mejores equipos de la historia del deporte, el documental rescata algunas de las interioridades de los de Phil Jackson, centrándose principalmente en la figura del que es casi de forma unánime considerado el mejor jugador de baloncesto de la historia.

A lo largo de los diez episodios, el espectador recuerda al Jordan dominador en la cancha. Adelantado a su tiempo, llegó en 1984 a la NBA un tipo físicamente de otra dimensión, más acorde al presente que a aquellos momentos, y que jugaba al baloncesto a una velocidad superior a casi cualquier otro coetáneo. ‘His Airness’, su majestad del aire, impactó súbitamente desde el minuto cero, pero tuvo que aprender a ganar, cosa que no logró hasta 1991 para ya no dejar de hacerla casi en ningún momento. Y se convirtió en un icono global como pocos, acaso ninguno, ha habido en la historia. En tiempos sin redes sociales él ya llegaba a cualquier rincón del planeta. Resulta especialmente interesante cómo se explica la apuesta que Nike hizo por él cuando todavía no era un ganador. El resto es historia y los resultados los seguimos viendo mucho tiempo después.

En ‘The last dance’ evocamos a un jugador superlativo. De físico perfecto. Fibrado, potentísimo, de habilidad ingente, muñeca certera y mentalidad a prueba de bombas. Y guapo, qué narices. Pero mucha gente demasiado naif parece haber descubierto también el lado menos amable del mito. Junto a un vaso de whisky y un habano, Jordan también habla de sus momentos más cuestionables a la luz de la opinión pública. La cantidad de horas y dinero –miles de dólares invertidos en casi cada viaje de los Bulls- destinadas a los juegos de azar o su pasión por los cigarros puros ya desde su momento cumbre como jugador parecen banalizar a la leyenda, por mucho que esto fuera algo más que sabido ya. Y muchos, que viéndole fumar un habano celebrando un título alaban su legado y reconocen una imagen marketiniana que en el fondo emociona a cualquiera, se rasgan las vestiduras cuando le ven hacerlo en la previa de un partido decisivo o tras un entrenamiento.

Pero la mayor demostración de doble rasero en el análisis sobre Jordan y viene sobre su actitud en el día a día. En la serie se retrata a Jordan como lo que obviamente es: uno de los mayores competidores de todos los tiempos. Capaz de hacer decir a Larry Bird, otro miembro del Olimpo de las canastas, que era “Dios vestido de jugador”. De ganar decenas de partidos sobre la bocina ya desde su etapa en la Universidad de North Carolina. De acribillar mentalmente al oponente, especialmente cuando este amenazaba siquiera con retarle. De irse siendo el mejor y de volver dos años después y volver a ser el mejor bien entrado en la treintena. Un tipo único del que, sin embargo, parece haber sorprendido que entre bambalinas fuera enormemente exigente con los que le rodeaban.

Quizá Jordan fue un tirano. Pero porque sencillamente podía serlo. Y porque, de no haber sido así, dos décadas después no seguiría sentado en el trono de la NBA. Tenía que serlo. Es evidente que agredir a un compañero en un entrenamiento no es la situación ideal para ponerle de referente a los niños en esta sociedad en la que todo lo que no resulte enormemente edulcorado parece merecedor de una enorme crítica. No pocos también le han criticado su exigencia diaria con sus compañeros, la misma que heredó Kobe Bryant y que casi nadie dudó en alabar tras la trágica muerte del de Filadelfia. El ‘23’ era el mejor, pero también sabía, pues lo asumió tras sus seis primeras temporadas de lucimiento individual pero en blanco en lo colectivo, que no podía ganar solo, porque nunca nadie lo hizo ni lo hará en el baloncesto. Eso sí, él hacía triunfar a los demás como nunca nadie. Por eso, para poder tocar el cielo a su lado, había que aceptar sus normas. Un imbécil engreído con motivos para serlo y que tanto tiempo después no se habrá arrepentido de aquello. Ni debería.

A Michael Jordan siempre lo hemos visto como la perfección en una cancha. Por su físico, por sus saltos, por su clase infinita y esas suspensiones que en sí mismas eran una película de ciencia ficción. Por ello, por mucho que ahora haya quien parezca sorprendido porque detrás de semejante caníbal deportivo haya alguien que también lo era en el vestuario, no es algo que deba sorprender. El Jordan jugador rozó la perfección con la punta de los dedos. El Michael persona no tenía por qué serlo, por mucho que a los que ahora lo miran con un filtro infantiloide y buenista les duela. Señoras y señores, bienvenidos al mundo real. Les guste o no.

PD: este que escribe no suele ser muy exquisito a la hora de poner objeciones a series o películas dobladas al castellano. Pero no se puede obviar que el doblaje de ‘The last dance’ es un horror. Más allá de lo extraño que resulta traducir una apasionante narración de una jugada decisiva como si de una conferencia en Harvard se tratase, se nota demasiado que se ha llevado a cabo con un muy pobre conocimiento del juego y los estándares del baloncesto. Por tanto, la recomendación para quien aún no la haya visto es que lo haga indiscutiblemente en inglés con subtítulos.

Así podrá entender aún mejor que Michael Jordan no era perfecto. Vaya sorpresa.